Roberto Zucco  de Bernard-Marie Koltès narra la vida de un asesino, uno de esos “monstruos” que nos trastornan porque matan sin odio, sin motivo, sin esfuerzo y con la tranquilidad de quien aparta cuantos obstáculos encuentra a su paso.

Los textos de Koltès poseen la cualidad que debe tener toda obra dramática: las palabras son pura acción. Y ya se sabe que donde hay acción puede correr la sangre. Y así como todo buen asesino no duda en servirse de su arma, Koltès se sirve de imágenes poéticas para asesinarnos.

Cabe preguntarse, ante la obra de Koltès, lo que Simone de Beauvoir se preguntó con respecto a la obra de Sade: “¿Hay que quemar a Roberto Zucco?”

El héroe de la obra es un asesino que con sus crímenes mina las bases sociales: parricida, infanticida, regicida (en la persona de un inspector de policía que simboliza la autoridad). Pero, curiosamente, el escándalo no se ciñe a una serie de asesinatos. Lo que subleva, lo que repugna es que Koltès “ensalza” las fechorías de su personaje.

Roberto Zucco no es un asesino corriente. No sabe cometer crímenes, sólo matar. No sabe diferenciar el bien del mal, y desconoce los valores sobre los que se asienta la sociedad. En sus acciones no hay sadismo, ni crueldad, ni ánimo lucrativo, ni premeditación, sino tan sólo una profunda indiferencia.

Zucco: No tengo enemigos y no ataco. Aplasto a los otros animales, pero no por maldad, sino porque no los veo y les pongo el pie encima.

El autor nos muestra un personaje hermoso, dulce e impasible como un ángel exterminador. Las mujeres se sienten conmovidas por ese hombre de maneras suaves y carácter obstinado, hombre de razonamientos simples, propios de un espíritu exento de toda reflexión.

La dama: ¿Por qué lo ha matado?
Zucco: ¿A quién?
La dama: ¡A mi hijo, imbécil!
Zucco: Porque era un mocoso.
La dama: (…) ¿Y si a mí me gustaran los mocosos? (…)
Zucco: Haberlo dicho.

Roberto Zucco se estrenó el 28 de junio del 2000 en el Kasemattentheater de Luxemburgo.